En Uruguay no sólo quienes son tuercas son apasionados de los motores. Algunos economistas, políticos y organizaciones tienen una gran predilección por hablar de los motores de la economía. Lo curioso es que mientras que los tuercas son expertos en conocer de carburadores, inyectores, pistones, válvulas y demás, con frecuencia llama la atención lo poco que conocemos de algunas de las partes y del funcionamiento de la producción agropecuaria, ese gran motor que mueve al país.
Como muestra vaya un botón. Si bien la maestra en la escuela se esforzó por dejar en claro que las lombrices mejoraban la calidad del suelo, recién gracias a una investigación realizada en 2019 se analizó qué lombrices habitaban los suelos de dos zonas productivas distintas de Uruguay, detectándose cuatro especies nunca antes registradas en el país.
De hecho, durante décadas, el estudio de los organismos que viven en el suelo se enfocaba en los patógenos y cómo combatirlos, y recién desde hace pocos años se comenzó a cambiar la mirada, entendiendo que una comunidad sana de bacterias, hongos y animales como las lombrices o las termitas es necesaria para una mejor condición del suelo y de lo que pretendamos que crezca en él. Para volver a los fanáticos de los motores, es como que recién en el siglo XXI se percataran de que los filtros de aire, aceite y nafta en buen estado ayudan al funcionamiento de sus vehículos.
Lentamente estamos comprendiendo que un suelo es un ecosistema lleno de vida diversa y de intercambios y transformaciones de materia. Un suelo con buena salud podrá seguir brindando los servicios que le exigimos para producir alimentos para una especie que no ha dejado rincón del planeta sin poblar. Justamente el crecimiento de la población fue el motivo esgrimido para impulsar desde la década de 1960 lo que se denominó la revolución verde.
El verde de tal revolución venía dado por la clorofila de las plantas y no por el sentido que podemos darle hoy de algo que quiere pasar por ecológico o sostenible. Tampoco debemos dejar de lado la época turbulenta en que fue propuesta, cuando otra revolución, la roja, estaba en el tapete. Volviendo al verde ambiental, la revolución verde nos llevó a la encrucijada que hoy tanto Uruguay como otros países productores de alimentos deben resolver.
La promesa de esta revolución clorofílica consistía en que se podrían mejorar los rendimientos de los cultivos si se aplicaban, por un lado, mejoras al laboreo, mecanización incluida, irrigación donde hiciera falta, si se recurría a variedades de cultivos más rendidoras, y si, por otro lado, se utilizaban productos agroquímicos para controlar plagas y enfermedades así como para darle al suelo lo que los cultivos necesitaban. En otras palabras: con pesticidas y fertilizantes químicos, la humanidad podría descansar tranquila sabiendo que nunca más habría una heladera vacía en ninguna parte del mundo.
Claro que en algunas partes del mundo ni siquiera había –ni hay– heladeras. Y que el problema del alimento no es que lo que produce la humanidad no alcanza para todos los humanos y sus animales, sino que hay problemas de distribución, acceso, acaparamiento, especulación financiera y tantos otros males para los cuales la revolución verde aún no ha encontrado un pesticida.
De todas maneras con la revolución verde se instaló la idea de que para producir bien se podría recurrir a paquetes agrotecnológicos que aseguraban resultados. Con el correr de los años se fueron agregando componentes a estos paquetes.
Si primero se usaron variedades de granos con mayor rendimiento, luego llegaron los organismos genéticamente modificados y luego, aquellos con edición génica para resistir a un pesticida concreto. Por ejemplo, la conocida soja modificada genéticamente para resistir al glifosato. La promesa: aplique glifosato y allí no crecerán ni malezas ni ninguna otra cosa salvo su soja genéticamente patentada por una multinacional.
Algunos cultivos crecieron. Los puertos se abarrotaron de contenedores. Pero algunas luces de alarma comenzaron a encenderse. Desde 1960 a nuestros días la evidencia acumulada sobre los efectos perjudiciales de varios agroquímicos se reportaron no sólo en los humanos, sino en diversos organismos. La rápida merma en la población de insectos polinizadores –abejas, abejorros, mariposas, etcétera– da cuenta de ello. Desde entonces la lista de productos que se prohíben en los mercados aumenta, al tiempo que salen nuevos productos con nuevos principios activos, algunos de los cuales, tras un tiempo, caen en la lista de prohibidos. Y así, y así. Para colmo, la evolución es más hábil que nosotros: para cada principio activo que crea la industria, algún organismo encuentra la forma de hacerse resistente a él. Y entonces se crea otro producto. Y así, y así.
Los fertilizantes, por su parte, contribuyen a la eutrofización de los cursos de agua. En Uruguay, donde la superficie destinada a la soja creció 3.000% entre 2000 y 2015, comenzamos a asistir a frecuentes y enormes floraciones de cianobacterias. No es la única causa del fenómeno, pero sin el fósforo que hoy hay en grandes cantidades en los cursos de agua, las cianobacterias no tendrían el alimento necesario para acaparar titulares.
Por otro lado, el destino de grandes extensiones a monocultivos –la forestación además creció en superficie alrededor de 500% entre 1990 y 2015– comenzó a tener impactos en la biodiversidad. El principal ecosistema amenazado en Uruguay no son los bosques, como sucede en el Amazonas, sino el pastizal. El verdadero problema para cualquier país no es la deforestación sino el cambio del uso del suelo.
Para colmo, si la pérdida de biodiversidad no nos conmueve, si el riesgo de convivir con productos que afectan la salud humana y animal no nos moviliza, si alterar los equilibrios del medioambiente no nos apena, hay otro dato que podría alarmar aun a quienes sólo piensan en mantener el motor encendido. Como mostró una investigación, la intensificación de la agricultura experimentada en nuestro país entre 2005 y 2018 produjo un resultado preocupante: los suelos de Uruguay se han empobrecido. Soja y eucaliptos para hoy, suelos pobres para mañana.
Los compañeros de la sección Economía podrían aportar otras tantas dimensiones a esta problemática –primarización de la economía, encarecimiento de la tierra mediante la presión de las empresas del agronegocio–, así como diversos aspectos sociales que vuelven el tema aún más complejo –despoblamiento del medio rural, empleo–.
Perdón por la larga introducción, pero aquí es más o menos donde estamos parados. Ante este panorama se plantea una gran duda. Si aplicar pesticidas y fertilizantes no es lo mejor, ¿cómo hacer para sobrevivir cuando los ingresos de uno dependen de cultivos? Se habla de una transición hacia sistemas más sostenibles, pero hasta que eso no llegue, ¿qué hacer? Si dejamos los pesticidas, ¿nos azotarán las plagas? Si dejamos de fertilizar, ¿tendremos cultivos magros? Es en este contexto que la publicación del artículo “Amplio espacio para la reducción de insumos agroquímicos sin pérdida de productividad: el caso de la producción de hortalizas en Uruguay” en la revista Science of the Total Environment, pese a los datos preocupantes que comunica con claridad, debiera llenarnos de esperanza.
Porque como bien dice el título de este brillante trabajo firmado por Mariana Scarlato y Santiago Dogliotti, de la Facultad de Agronomía de la Universidad de la República, y Félix Bianchi y Walter Rossing, del departamento de Ecología de Sistemas Agrícolas de la Universidad Wageningen de Holanda, hay margen para reducir nuestra dependencia de los agroquímicos.
Lejos de ser un trabajo teórico, tras estudiar lo que sucedía con el uso de insumos externos y los rendimientos hortícolas de 82 establecimientos de San José, Canelones y Montevideo (y entre ellos 428 cultivos de tomate, cebolla, frutilla y boniato) entre 2012 y 2017, no sólo encontraron datos necesarios que cuantifican qué tanto se fertiliza y se aplican pesticidas, sino que además encontraron evidencia como para decir sin tapujos, al menos en lo que hace a la producción de estos vegetales en esta zona, que la promesa de la revolución verde es falsa.
“Las relaciones entre el uso de insumos y el rendimiento de los cultivos fueron débiles o no significativas, lo que indica ineficiencias y uso excesivo de insumos”, comunican ya en el resumen de su trabajo. Las altas cargas de pesticidas –el récord lo tienen los tomates cultivados en ciclo largo y las frutillas, totalizando 21 kilos de principio activo por hectárea por ciclo de cultivo– y de fertilizantes –el récord lo vuelve a tener el tomate de ciclo largo, con 1.127 kilos de nutrientes aplicados por hectárea durante todo el ciclo– no implicaban que esos productores obtuvieran mejores rendimientos de sus campos.
Por otro lado, comunican que 17% de los establecimientos estudiados –se seleccionaron con criterios estadísticos para que fueran representativos– “obtuvieron niveles de rendimiento relativamente altos con bajos niveles de insumos externos”. Ni mañana ni pasado: hoy productores “convencionales” están logrando reducir la dependencia de insumos externos y al mismo tiempo obtienen buenos resultados. Con emociones encontradas por el alto uso de insumos pero esperanzados por el “amplio espacio” para reducir su uso, nos fuimos al encuentro de Mariana Scarlato y Santiago Dogliotti, que estaban entusiasmados de contar las buenas nuevas pese a los 40 grados que amenazaban derretir la Facultad de Agronomía.
“Como todas las preguntas de investigación, todo empieza con observar la realidad. El equipo de Horticultura de la Facultad de Agronomía desde hace muchos años viene trabajando bastante cerca del sector productivo”, dice Dogliotti cuando les pregunto cómo surge la idea de estudiar la relación entre los inputs, pesticidas y fertilizantes, y el rendimiento de los cultivos. Cuenta que cerca de 80% de la investigación que hace el equipo se realiza en interacción con productores, sean individuales, grupos u organizaciones, lo que los lleva a interiorizarse en cómo funcionan los sistemas y los cuellos de botella que tienen. En ese trabajo, observando lo que pasa en campos reales con productores reales, comenzaron a hacerse una idea.
“Había una especie de observación empírica, sin demasiada elaboración, de que los buenos rendimientos no estaban asociados a los inputs. Eso era algo que teníamos presente desde hacía tiempo”, sostiene Dogliotti, que además confiesa que “hasta este trabajo no habíamos tenido la oportunidad de ponerle números duros, estadísticamente representativos”.
La oportunidad llegó a través de un proyecto del Fondo de Promoción de Tecnología Agropecuaria (FPTA) que financia el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA). Su objetivo principal era entender las razones detrás de las brechas de rendimiento de los cultivos. “La brecha de rendimiento es la diferencia que hay entre el rendimiento que efectivamente obtienen los productores y el que podrían obtener dadas las condiciones de tecnología, de clima y de recursos naturales que tiene la zona productora”, explica Dogliotti. Por ahora, Scarlato asiente en silencio. Es que Dogliotti está preparando el terreno para que haga su entrada triunfal.
“Mariana trabajó en ese proyecto FPTA y participó activamente en ese diagnóstico. De allí obviamente sacamos conclusiones respecto del objetivo, pero también nos hicimos de una muy buena base de datos. Ese proyecto, sumado a otros trabajos previos, como la tesis de maestría de Mariana, que fue un antecedente del proyecto FPTA, nos permitió, aplicando la ecología de la producción, entender por qué había brechas de rendimiento”, dice Dogliotti al tiempo que entrega la posta.
“A nivel mundial se estudia mucho la brecha de rendimiento, pero no se hace énfasis en identificar los factores que la explica”, prosigue Scarlato. “Si bien nos interesa cuantificar la brecha, que ronda el 50% en algunos cultivos, el foco de este proyecto también pasaba por entender por qué se daba esa brecha”, agrega. Para lograr ese objetivo evaluaron gran cantidad de variables a nivel de la ecología y la fisiología del cultivo. “Mediante herramientas estadísticas buscamos ver cuáles de esas variables explicaban en mayor medida las diferencias de rendimiento. En muchas de esas variables, como no eran significativas para explicar la brecha de rendimiento, no profundizamos. Y entre esas variables estaban los insumos aplicados”, resume.
Entonces aquello que no ayudaba a explicar el objetivo del proyecto original era la sustancia principal del artículo que ahora publican. A pesar de la aplicación de fertilizantes y plaguicidas, la brecha de rendimiento se seguía manteniendo en muchos predios y cultivos. El mito del paquete de insumos externos para obtener un mayor rendimiento, propagado desde la revolución verde, se caía al piso. En nuestro país, productores tradicionales estaban obteniendo mejores rendimientos de cebolla, tomate y frutilla que muchos otros colegas que aplicaban grandes cantidades de fertilizantes y plaguicidas. O para que la revolución verde lo entienda: el no aplicar demasiados pesticidas y fertilizantes no es lo que explica la diferencia de rendimiento en estos cultivos (no metemos el boniato en la bolsa porque fue el cultivo en el que se aplicó menor cantidad de insumos externos en todos los casos. Aun así, allí tampoco hacían la diferencia).
“Tenías productores con muy buenos rendimientos que utilizaban muy pocos o relativamente menos pesticidas y fertilizantes que otros productores que tenían rendimientos similares, pero usaban muchos insumos, u otros que los usaban en grandes cantidades pero obtenían rendimientos menores”, resume Dogliotti.
El tema es sumamente relevante cuando desde varias tiendas se habla de la necesidad de la intensificación de la producción. Hay quienes, previendo que una mayor producción casi seguramente puede aparejar problemas ambientales, hablan incluso de intensificación sostenible. De fondo está el tema de la transición hacia nuevas formas y lógicas de producción agropecuaria que miren más allá de lo que sucede en el predio e incorporen el ambiente y lo social.
“Allí está todo el marco que da mi doctorado, que consiste justamente en estudiar estrategias para la intensificación ecológica de los sistemas hortícola-vegetales en Uruguay”, dice Scarlato. “La intensificación ecológica o la intensificación sostenible son distintos conceptos que están en la academia y cada vez más en la sociedad. Nuestra traducción a la realidad de esa intensificación ecológica es la agroecología, en el sentido de que busca aumentar la producción en base a la intensificación de procesos ecológicos que sostengan esa producción”, afirma.
Para dejar clara la intensificación ecológica, Scarlato propone el ejemplo de las plagas. “Se puede producir más regulando las plagas, pero ¿mediante qué estrategia? Queremos reducir el uso de pesticidas, por lo que una alternativa podría ser la aplicación de controladores biológicos externos. Esa podría ser una estrategia, pero en realidad nuestra meta es que el propio sistema genere mecanismos locales, entre ellos otros seres vivos, que sean capaces de regular la presión de plagas de ese sistema sin la necesidad de recurrir a insumos externos”, ejemplifica.
“Otra cosa que discutimos en el artículo es que tal vez en algunos casos tengamos que intentar aumentar la producción, pero tal vez en otros no, porque ya estamos en los niveles de productividad que son los alcanzables para nuestras condiciones y formas de producción. En esos casos lo que tenemos que reducir es el uso de insumos y el cambio por productos menos dañinos, para que a mediano o largo plazo el propio sistema sea capaz de seguir sosteniendo esos niveles de productividad recurriendo a menos insumos” suma Santiago. “Entonces sí hay que intensificar en algunos casos, pero en los que ya hay una buena producción, lo que tenemos que hacer es ecologizar”, apunta Mariana. Los caminos son varios.
El trabajo se resume con un gráfico muy elocuente. Todos los predios y cultivos arrojaron distintos niveles de rendimiento, por lo que trazaron un eje (el de la y) que iba desde el bajo rendimiento al alto. Por otro lado, en el otro eje colocaron el bajo o alto uso de pesticidas y fertilizantes. Al arrojar los datos de su investigación en este gráfico, lo que se observa es llamativo: los puntos se esparcen casi indistintamente entre los cuatro cuadrantes (el cuadrante de los bajos insumos y bajo rendimiento, el de bajo insumo y alto rendimiento, el de alto uso de insumos y alto rendimiento, y el de alto uso de insumos y bajo rendimiento). Por ello afirman que “hay una relación inexistente o débil entre el uso de insumos y el rendimiento de los cultivos”.
En el gráfico proponen entonces distintas estrategias para cada uno de los cuadrantes. Los productores que tienen alto rendimiento y bajo uso de insumos (17% de los establecimientos) no precisan enloquecerse: ya están más o menos donde todos quisieran estar. Para los que obtienen buen rendimiento pero usan muchos insumos (27% de los establecimientos), el camino es la ecologización, es decir, mejorar sus prácticas para depender menos de productos externos que, como es notorio, causan problemas. Para aquellos que ya usan pocos pesticidas y fertilizantes pero obtienen bajo rendimiento (40% de los establecimientos), el camino es la intensificación: pueden y deben (si quieren) rendir más, pero sabiendo que esa intensificación no la lograrán aumentando los insumos. El mayor trabajo lo deben hacer quienes usan muchos insumos y a la vez obtienen bajo rendimiento. Para este grupo, que abarca a 16% de los establecimientos, el camino es la suma de ambos caminos: la intensificación ecológica.
“Si queremos pensar en trayectorias y estrategias, tenemos que saber bien dónde estamos parados”, comenta Dogliotti. “Hoy la base de la producción de alimentos hortícolas son productores familiares que están insertos en un sistema de producción tradicional. Por eso nos interesa trabajar con la base productiva actual, porque son estos productores los que en un futuro van a tener que producir de otra forma. Y si bien todos decimos que la producción hortícola utiliza muchos pesticidas y fertilizantes, hasta ahora no estaba cuantificado ese uso de forma objetiva, mucho menos si eso incidía en los rendimientos”, agrega.
Los números para los pesticidas, como vimos, son impactantes. 21 kilos de principio activo por hectárea por ciclo productivo (que por lo general son de algunos meses), en unas 20 aplicaciones en el caso del tomate y la frutilla. En el caso de los fertilizantes, el tomate de ciclo largo asusta con 1.127 kilos de nutrientes por hectárea por ciclo productivo, seguido por la frutilla (376 kilos), la cebolla (222 kilos de fertilizantes por hectárea) y el boniato (88 kilos por hectárea por ciclo productivo). En el artículo, tras hablar de “ineficiencias y uso excesivo de insumos”, señalan que “no hubo una justificación agronómica para el uso de insumos”.
“Cuando vimos estos resultados nos llamó la atención la gran cantidad del número de aplicaciones y de kilos de pesticidas y fertilizantes que se están utilizando”, dice aún sorprendida Scarlato. “Donde más pesticidas se utilizan es en el tomate y la frutilla, pero además hay otro dato preocupante, ya que cuando más se usan es en el período de fructificación y maduración de los frutos, que es el período en el que se cosechan y se consumen”, agrega. Gulp. No estamos hablando de soja que se exportará para engordar chanchos en China, sino que se trata de tomates y frutillas que van a parar a nuestras mesas y que consumimos sin pelar.
“El trabajo entonces buscaba ratificar y poner números sobre un conocimiento existente a nivel intuitivo, que casi era vox populi, y confirmamos que hay realmente un abuso, un uso excesivo de pesticidas y fertilizantes”, dice Scarlato.
Tanto en el caso de los pesticidas como de los fertilizantes se encontraron con algo que debiera preocupar. “La fertilización se aconseja cuando así lo demanda tanto el stock del suelo o cuando lo requieren los cultivos. En este trabajo encontramos que los fertilizantes no se aplican ni porque lo requiera el suelo ni por los requerimientos de cada cultivo en particular”, dice Scarlato. “Hoy los suelos hortícolas de esa zona tienen niveles de fósforo de más de 100 partes por millón, cuando para que las plantas tengan lo que necesitan no se necesita más de 60 partes por millón. Sin embargo, se sigue aplicando fósforo”, ejemplifica.
“Tendríamos que investigar bien qué hay detrás de esas prácticas. Pero el análisis de suelos como una práctica normal no existe. Se hace de forma muy aleatoria y no sistemática. Por otro lado, ese fertilizar por las dudas, ese poner fertilizantes para asegurarte es cultural. Eso es muy claro con el uso de fósforo en horticultura. Se aplica en cantidades que están muy por encima de los niveles de respuesta de las plantas. La situación de los invernaderos ya es casi disparatada, pero también sucede en los cultivos de campo” relata Dogliotti.
El problema de fertilizar sin saber qué hay en el suelo también presenta otra cara: a veces sí hay nutrientes que, tras años de cultivos, escasean en el suelo. “Muchas veces tenemos un problema de minería de nutrientes”, dice Dogliotti. “Hay nutrientes del suelo que se están perdiendo porque se están exportando a los rendimientos de los cultivos y no se reponen. Eso también, a largo plazo, genera un problema de sostenibilidad. Tenemos problemas por acumulación y exceso de nutrientes, y posibilidad de contaminación por arrastre de esos nutrientes a los cursos de agua y todos los problemas asociados, y por otro lado tenemos el problema de que los predios se están quedando cada vez con un stock menor de nutrientes, y eso se va a terminar pagando más adelante. El suelo no es un barril sin fondo del que vamos a poder seguir sacando eternamente todo lo que queremos”, reflexiona.
Analizar qué hay en el suelo y qué necesita cada cultivo es un gran primer paso para ver qué nutrientes se deben agregan a los campos, si es que debe recurrirse a alguno. Pero ese mismo desacople entre lo que se necesitaría y lo que se hace también se da con los pesticidas. “Hay una práctica que técnicamente no se recomienda pero que está muy generalizada, que es la aplicación calendario de pesticidas”, dice Dogliotti.
“Hay productores que tienen la rutina de aplicar productos para las enfermedades más comunes, por ejemplo cada diez días, para estar prevenidos. Eso se hace de forma automática, sin importar cuáles son las condiciones ambientales, sin importar en qué momento del cultivo se está. Ahí, sin hacer una agronomía muy revolucionaria, hay un gran espacio para mejorar”, propone.
El trabajo muestra, si se quiere, hasta qué punto hemos sido engañados. La revolución verde nos marchitó. “El origen de todo eso es en realidad la necesidad de hace 40 o 50 años de comenzar a simplificar los sistemas porque había que aumentar las escalas de producción y aumentar la eficiencia del uso de la mano de obra y recurrir a la mecanización. Todo eso es lo que termina generando la necesidad de pesticidas. Luego eso se retroalimenta. Si tu estrategia cuando perdés los servicios ecosistémicos es sustituirlos por otro insumo, vas reforzando ese camino que no tiene fin”, conjetura Santiago. El tema lo lleva a mirar el pasado.
“Cuando estudié agronomía a fines de los 80 y principios de los 90, el glifosato recién empezaba a ser el producto milagroso que se proponía. En ese entonces se aplicaba glifosato y no quedaba nada. Ahora uno puede echar cantidades importantes, dosis que son el cuádruple de las que se recomendaban cuando yo era estudiante, y todavía quedan malezas que no se mueren. Eso va pasando con todos los pesticidas. Si esa es la única estrategia, no funciona y ya se sabe que no va a funcionar”.
“Cambiar un producto por otro, sin cambiar nada más, es una trampa”, afirma Dogliotti. “Hay quien sostiene que eso se puede hacer, que la ciencia y la tecnología siempre van a estar un paso adelante y que siempre van a encontrar soluciones para cualquier problema. En realidad, en este caso de los pesticidas lo que hace la ciencia es generar un problema mayor que el que se pretendió solucionar. Son cuestiones filosóficas de cómo la ciencia debe actuar y de cómo se debe desarrollar la tecnología. En el fondo de la discusión actual está eso. Hay quienes, por suerte, sostienen que hay que hacer un cambio de paradigma y que es necesario empezar a buscar alternativas para sostener la producción de alimentos. La manera en la que producimos alimentos actualmente es absolutamente inviable”, reflexiona Dogliotti.
“Esa lógica de que a cada problema que aparece le pegamos con un producto nuevo distinto, aun con un producto menos tóxico, es una lógica que tiene patas muy cortas y que lo único que hace es beneficiar sobre todo a quienes terminan patentando o generando esas tecnologías nuevas. Esa lógica no genera autosuficiencia de los productores, al contrario, les genera cada vez más dependencia no sólo a ellos, sino también a los países, porque son tecnologías que se desarrollan en otro lugar. Por otro lado, en vez de diversificación generan homogenización del sistema alimentario”, prosigue Santiago. “Entonces, si uno sale del predio en sí mismo y lo mira con una perspectiva mayor, de la sociedad, de estrategias de desarrollo, de salud, del ambiente, también empezás a encontrar argumentos para justificar un cambio de paradigma”.
El mundo está mal. Lo sabemos. Pero el trabajo, como dijimos, da esperanza verdadera y contagiosa. “La mala noticia es que se usa mucho pesticida, y en la mayoría de los casos se usa mal, sin necesidad, pero por otro lado hay muchos productores, que ponemos en la misma bolsa de los ‘productores convencionales’, que en realidad usan mucho menos pesticidas y tienen muy buenas producciones. El trabajo de alguna forma deja ver que hay un espacio muy grande para mejorar, no todo está perdido”, dice Dogliotti.
Esa es otra virtud de este artículo fascinante. No es que teóricamente digan que se puede bajar el uso de fertilizantes y pesticidas. En nuestro Uruguay hortícola del sur de hoy ya hay productores convencionales que lo hacen sin perder rendimiento. Están acá, entre nosotros. Son casos que podrían fomentarse y replicarse. No es un sueño loco producir más dañando menos el ambiente y dependiendo menos de las empresas que venden agroquímicos. Ya sucede hoy, aquí, ahora.
“Eso es así. En nuestro trabajo vemos que las mejores llegadas se dan en diálogos de productor a productor, en intercambio entre pares. El saber quiénes son y dónde están los que producen de determinadas formas, nos permite en el futuro próximo poder trabajar con ellos, ya sea como casos de estudio como para compartir las experiencias y mostrar que es posible”, dice enfática Scarlato.
“En el imaginario está la idea de que los productores que tienen más recursos, que tienen más escala, tienen mejores resultados que otros con menos recursos y menos escala. Una cosa interesante de este trabajo es que muestra que eso no es así, al menos en la horticultura en Uruguay en este momento. Como dice el artículo, hay que encontrar cuáles son las vías de cambio que se adaptan mejor a cada caso”, agrega para dar más optimismo Dogliotti. “Tenemos ejemplos que si bien no son perfectos, muestran que hay un camino que se puede seguir, que hay gente que está mucho más adelantada que otra. Y esa gente que está adelantada en el camino nos sirve no sólo para estudiar, sino para sacar aprendizajes para transferir a otros y para buscar seguir mejorando, ya que esos son desafíos para la investigación”, agrega.
El trabajo tiene lo fabuloso de mostrar una situación. No importa si uno piensa que la salida es por la agroecología o la intensificación sostenible o si seguimos como venimos. Fertilizar y aplicar más plaguicidas no está relacionado con mejor rendimiento de los cultivos. Lo que sí inciden son mejores manejos del cultivo, del predio, del suelo y de la biodiversidad que hay tanto en él como arriba.
“No hay ningún productor que no quiera tener mejores ingresos, trabajar menos, de una manera más cómoda, más saludable y con menor impacto ambiental. No hay ningún productor que quiera dañar el ambiente. Eso no existe. Todos quieren mejorar esos aspectos”, dice Dogliotti con la seguridad del que conoce a los productores. “El problema es que a veces no creen poder, no saben cómo, y están lógicamente nerviosos por poder mantener sus ingresos. No se trata de productores que se quieren enriquecer a cualquier costo, en su mayoría son productores familiares que están tratando de asegurar un ingreso y cierta comodidad para sus núcleos familiares. El tema es que no ven cómo hacerlo sin provocar impacto ambiental o cómo hacerlo mejor. Ese es nuestro desafío: mostrar que eso es posible, y buscar para cada caso particular cuáles son los caminos”, afirma.
“No sólo podemos mostrar que es posible. La ventaja de estudiar lo que te rodea es que la realidad te muestra que esa idea de que se necesita usar todo este paquete de fertilizantes y pesticidas para producir no es así. Lo primero entonces es convencernos de que todo eso que pensamos que necesitamos, en realidad no lo necesitás”, remata Mariana. “No es porque lo digamos nosotros. Tenemos colegas de ellos que les pueden mostrar que es así. No es una cuestión teórica. Podemos mostrar productores como ellos que están obteniendo muy buenos resultados haciendo las cosas de forma distinta”.
La ciencia ayuda a describir el mundo y entender sus complejidades. Pero así como los sueños que tenemos durante la noche se conectan con la información que recibimos durante el día y durante el propio sueño, aquí también la ciencia sirve para catapultarnos a imaginar otros futuros. Este artículo nos muestra que para soñar con un mañana más natural y sostenible podemos mirar científicamente el presente. Entonces resta animarnos a dar el salto.
Artículo: “Ample room for reducing agrochemical inputs without productivity loss: The case of vegetable production in Uruguay”
Publicación: Science of the Total Environment (diciembre de 2021)
Autores: Mariana Scarlato, Santiago Dogliotti, Félix Bianchi, Walter Rossing.
Cultivar espárragos en el huerto puede ser una tarea gratificante. Los espárragos (Asparagus officinalis) son una hortaliza perenne que puede producir durante más de 15 años si se cuida correctamente.
Se denominan sistemas de riegos al conjunto de estructuras y procesos que permiten aplicar agua al suelo, generalmente para proporcionar suficiente hidratación a un cultivo.